Éramos cuatro
Éramos
cuatro. Cuatro jóvenes maestros de escuela, todos animosos, honestos,
bienintencionados para con nuestros alumnos y más o menos conscientes de la
elevación y nobleza de nuestra misión y de que en nuestras manos teníamos el
futuro de muchos hombres, de muchas familias, de la patria misma en parte.
Alfredo
Báez tendría unos veinte años, era segoviano, daba clases en una escuela de
religiosos y vivía solo en el nuevo Barrio Marcial de Managua, en un cuarto de
alquiler; comía en una pensión donde pagaba seis córdobas mensuales, de los
dieciocho que eran su sueldo. Tenía aficiones musicales y buena voz para el
canto, su instrumento predilecto era la guitarra y decía que desde muy niño
había empezado a rascarla porque le venía de casta ser músico y tener buen
oído, por línea materna. Su familia era muy pobre, tenía papá y mamá, dos tíos
que vivían en Managua y varias hermanas mujeres, de las cuales la mayor era
Directora de la escuelita de su pueblo, allá en Palacagüina. Su fisonomía era
agradable, su conversación interesante aun cuando generalmente discurría sobre
asuntos frívolos. Reconocidamente afortunado con las mujeres, le faltaban dedos
en las manos para contar las que manifiestamente hacían de su parte todo lo
posible para ganarse su preferencia y esto nos constaba a todos los otros tres,
como que en más de una ocasión vimos a algunas de ellas hasta pasar por la
acera de la casa en que él vivía, así, como por casualidad, pero echando hacia
el interior de su pieza una inquisidora mirada.
Otra
cosa que Alfredo tenía, casi siempre, eran apuros de dinero, circunstancia ésta
que le había permitido desarrollar una sorprendente facilidad para salir de
ellos.
Elías
Ruiz era de Nancimí, Rivas, de natural un tanto taciturno y amante del
silencio; tenía veintidós años, trabajaba en una escuela municipal por
dieciséis córdobas al mes y vivía en el mismo local; ganaba unos pesos más,
ocasionalmente, haciendo de amanuense con un abogado rivense que le daba
preferencia precisamente por eso, porque eran un tanto paisanos, y también
porque Elías nunca le reclamaba más dinero del que su paisano picapleitos
quería buenamente reconocerle por el trabajo que hacía. Dónde comía Elías fue
cosa que nosotros, sus compañeros, nunca pudimos saberlo a ciencia cierta, pues
su falta de elocuencia y cierta tendencia a la hurañía lo mantenía expuesto a
que las comideras o casas de huéspedes lo despidieran al menor asomo de rezago
en sus pagos, y como tales rezagos eran cosa frecuente tratándose de escuelas
municipales, Elías iba y venía de la mesa de una hostería a la de otra, o a
alguna de las nuestras, porque teníamos sabido que si él se presentaba en mi
casa o donde Toño a eso de las doce y media del día, había que ofrecerle un
tentempié, aunque él asegurara que ya había almorzado, porque era muy probable
que algún nuevo rezago de la Tesorería Municipal había ocasionado un nuevo
despido del último comedero; y Elías alguna vez había declarado ya, en forma
muy confidencial, que él podía pasarse un día y aún varios, sin desayunarse, o
sin la comida de la noche, pero que la falta del meridiano almuerzo le
ocasionaba fuertes dolores de cabeza y una penosa angustia que se prolongaba
por horas y horas. Muy poco hablaba él de su gente o de su pueblo o de su
infancia. Su devoción principal era los libros y se preciaba de haber devuelto
siempre a sus dueños todos los que le habían dado prestados. Otra cosa que
Elías tenía era cierta propensión a la tuberculosis, como podía verse por su
pecho mal desarrollado, sus espaldas de niño, la conformación nudosa de los
dedos de sus manos y una cierta expresión de profundidad húmeda en sus ojos,
enmarcados por ojeras azuladas de características muy variables.
El
tercero del cuarteto era Antonio Parrales, alias Toño; sin esfuerzo confesaba
ser “el más bruto de los cuatro” pero era también el más gordo y el más feliz,
porque casi nunca tenía problemas que resolver y cuando alguno se presentaba él
lo daba por resuelto con volverle las espaldas dejando que las cosas siguieran
su curso por ellas mismas. Sus padres eran finqueros caraceños y mensualmente
le remesaban algún dinero más provisiones variadas y abundantes; vivía en casa
de unas tías donde no pagaba nada por la manutención ni por el cuido de sus
ropas y ahí mismo había una hija de casa que se desvivía por adivinar a
Toño el pensamiento para complacerlo, a pesar de que no siempre los
pensamientos de Toño fueron castos, según eventualmente quedó
comprobado. En relación con esta devoción de la muchacha, Toño contaba
cosas que lo hacían reír a uno, pero después lo dejaban compadeciéndola a ella
o envidiándolo a él.
Y
yo, managüense, que tenía a mi cargo el segundo grado de primaria en
la misma escuela del gobierno en que Toño corría con el primero. Mis años
en aquellos días, cuando la asociación de nosotros cuatro empezó a ser
frecuente, eran veinte, pero yo creía entonces que mi buen juicio y mi
experiencia me daban derecho a tenerme por más viejo. Ahora prefiero pensar lo
contrario: que estoy más joven de lo que indican las altas cifras de mis años.
Como
Toño y yo veníamos de distintos colegios, no nos conocimos hasta que
llegamos a la escuela donde ambos trabajaríamos. Recuerdo que fue durante el
primer recreo del primer día de clases; estábamos ambos en las gradas de la
puerta que daba al patio más grande del modesto edificio. Me acerqué un poco a
él:
—
¿Usted es don Antonio Parrales?
—
Yo soy Antonio Parrales, contestó él tendiéndome su mano y sonriente agregó:
—¿Usted es don Ricardo Solís?
—
Ricardo Solís, servidor, —dije yo estrechándosela y tratando de corresponder su
cordial actitud.
—
¿Usted viene de la Normal de aquí?
—
De allí vengo, soy lasallista, pero me gradué hace dos años. Este será mi
tercer año de servicio. Acabo de bachillerarme... También en el Pedagógico.
—
¿En esta misma escuela trabajó esos dos años?
—
En esta misma, ¿y usted?
—
Yo me bachilleré en el Central, en febrero pasado. Estoy empezando a enseñar.
Creo que me va a gustar, aunque no soy maestro graduado.
—
Ojalá le guste. Es pesadito; es duro, pero tiene sus compensaciones. Con mis
treinta y cinco muchachos de este año, yo he tenido ya ciento veintitrés
alumnos. El primer año trabajé en el Infantil. A cuarenta y cuatro niños les
enseñé a deletrear y a trazar sus primeros garabatos. Es bonito, ¿verdad?
—
Bonito. A nosotros nos dieron también un cursito de Pedagogía y me gustó mucho.
Vale la pena hacer algo. La cosa son los sueldos, amigo. El que sólo cuenta con
su sueldo se muere de hambre. Otra cosa, eso de andar uno echando carreras y
suplicando que lo nombren es una humillación.
—
Es que los graduados del Pedagógico tenemos contrato con el Gobierno:
obligación de servir cuatro años en el magisterio gozando un modesto
sobresueldo. Con eso uno tiene su nombramiento seguro; para lo que hay que
moverse es para que lo pongan a uno en una escuela regularcita. A mí esta me ha
gustado. Después del primer año de servicio, el director ha seguido pidiendo
que me nombren aquí.
—
Yo no tuve necesidad de intrigar. Mi papá es amigo del Presidente, es caudillo
de La Conquista y manda en toda la comarca donde tiene su propiedad. Las
elecciones se hacen en mi casa; él es el presidente del club del partido; él
pone al juez de mesta.
—
Eso está colosal, pues.
—
Pero mi papá no tiene ningún empleo ni pide nada para él.
A
mí me consiguió esto para que no viva de vago en Managua, porque yo no quiero
irme al monte todavía. Más bien quiero irme afuera: a España, a los Estados
Unidos, aunque sea a Guatemala, pero el viejo todavía no quiere. — Eso cuesta
mucho dinero.
—
Mi papá no deja de tener sus centavos. Yo estoy de maestro por lo que le
digo...
Nos
interrumpió la campana de la escuela que marcaba el fin del recreo.
El
maestro Parrales fue a situarse frente a la fila de sus muchachos y yo frente a
la de los míos.
El
primer día de clases fue como todos los primeros días de todos los años en
todas las escuelas, esto es que prácticamente no hubo clases. Por mi parte me
limité a pedir sus nombres a un número de muchachos nuevos, que si bien los
tenía yo en mi lista no los había identificado y les estuve haciendo preguntas;
en realidad con cada uno de ellos conversé breves minutos, inquiriendo de qué
barrio venían, cómo se llamaban sus padres y qué oficio tenían, etc.
Conversaciones de esta índole les gustan mucho a los niños, porque —grandes o
chicos—, a todos nos agrada encontramos con alguien que demuestre interés por
nuestra familia. La experiencia de mis dos años docentes ya ejercidos me
indicaba la conveniencia de tratar de establecer siquiera este tipo de contacto
entre la escuela y la casa del educando; también me ha enseñado que nada le
gusta tanto a un niño como recibir del maestro el encargo de saludar a sus
papás, especialmente cuando se ha portado muy bien.
Cuando
faltaban unos veinte minutos para el fin de la sesión de la mañana llegó el
Señor Director y repitió la plática que había venido dictando en cada grado:
que esperaba que todos los niños se portaran bien y estudiaran con diligencia,
que tenían un buen maestro, que él gozaba mucho cuando los niños llegaban a la
escuela limpios y puntuales, etc.
A
la hora de salir, Antonio Parrales, el nuevo maestro y yo, marchamos juntos por
unas tantas cuadras. Le habían hecho buena impresión sus alumnos al joven bachiller
y parecía dispuesto a hacer por ellos cuanto mejor pudiera. Yo lo animé en
estos propósitos recurriendo a algunas citas de los textos pedagógicos que aún
recordaba y haciéndole ver que si bien la profesión era dura y desdeñada, había
que considerar que los niños alumnos nuestros no tenían la culpa de que
nosotros fuéramos pobres y pobremente remunerados. Cuando dije que éramos
pobres él me miró como diciendo “yo no”.
Referencia webgráfica: https://cuentosnicaragua.blogspot.com/2017/11/eramos-cuatro.html#gsc.tab=0
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