martes, 7 de noviembre de 2023

Doña Bárbara (CAPÍTULO II) 1ra parte

 



PRIMERA PARTE 

CAPÍTULO. II


El descendiente del Cunavichero

 

      En la parte más desierta y bravía del cajón del Arauca estaba situado el hato de Altamira, primitivamente unas doscientas leguas de sabanas feraces que alimentaban la hacienda más numerosa que por aquellas soledades pacía y donde se encontraba uno de los más ricos garceros de la región.

       Lo fundó, en años ya remotos, don Evaristo Luzardo, uno de aquellos llaneros nómadas que recorrían —y todavía recorren— con sus rebaños las inmensas praderas del cajón del Cunaviche, pasando de éste al del Arauca, menos alejado de los centros de población. Sus descendientes, llaneros genuinos de “pata-en-el-suelo y garrasí” que nunca salieron de los términos de la finca, la fomentaron y ensancharon hasta convertirla en una de las más importantes de la región; pero multiplicada y enriquecida la familia, unos tiraron hacia las ciudades, otros se quedaron bajo los techos de palma del hato, y a la apacible vida patriarcal de los primeros Luzardos sucedió la desunión, y ésta trajo la discordia que había de darles trágica fama.

       El último propietario del primitivo Altamira fue don José de los Santos, quien por salvar la finca de la ruina de una partición numerosa, compró los derechos de sus condueños, a costa de una larga vida de trabajos y privaciones; pero, a su muerte, sus hijos José y Panchita —ésta ya casada con Sebastián Barquero— optaron por la partición, y al antiguo fundo sucedieron dos: uno propiedad de José, que conservó la denominación original, y el otro, que tomó la de La Barquereña, por el apellido de Sebastián.

       A partir de allí, y a causa de una frase ambigua en el documento, donde al tratarse de la línea divisoria ponía: “hasta el palmar de La Chusmita”, surgió entre los dos hermanos la discordia, pues cada cual pretendía, alegando por lo suyo, que la frase debía interpretarse agregándosele el inclusive que omitiera el redactor, y emprendieron uno de esos litigios que enriquecen a varias generaciones de abogados y que habría terminado por arruinarlos, si cuando les propusieron una transacción, la misma intransigencia que iba a hacerles gastar un dineral por un pedazo de tierra improductiva, no les dictara, en un arrebato simultáneo:

       —“O todo o nada.”

       Y como no podía ser todo para ambos, se convino en que sería nada, y cada cual se comprometió a levantar una cerca en torno al palmar, viniendo así a quedar éste cerrado y sin dueño entre ambas propiedades.

       Mas no paró aquí la cosa. Había en el centro del palmar una madrevieja de un caño seco, que durante el invierno se convertía en tremedal, bomba de fango donde perecía cuanto ser viviente la atravesase, y como un día apareciera ahogada allí una res barquereña, José Luzardo protestó ante Sebastián Barquero por la violación del recinto vedado, se ofendieron en la disputa, Barquero blandió el chaparro para cruzarle el rostro al cuñado, sacó éste el revólver y lo derribó del caballo con una bala en la frente.

       Sobrevinieron las represalias, y matándose entre sí Luzardos y Barqueros, acabaron con una población compuesta en su mayor parte por las ramas de ambas familias.

       Y en el seno mismo de cada una se propagó la onda trágica.

       Fue cuando la guerra entre España y Estados Unidos. José Luzardo, fiel a su sangre —decía—, simpatizaba con la Madre Patria, mientras que su primogénito Félix, síntoma de los tiempos que ya empezaban a correr, se entusiasmaba por los yanquis. Llegaron al hato los periódicos de Caracas, caso que sucedía de mes a mes, y desde las primeras noticias, leídas por el joven —porque ya don José andaba fallo de la vista— se trabaron en una acalorada disputa que terminó con estas vehementes palabras del viejo:

       —Se necesita ser muy estúpido para creer que puedan ganárnosla los salchicheros de Chicago.

       Lívido y tartamudo de ira, Félix se le encaró:

       —Puede que los españoles triunfen; pero lo que no tolero es que usted me insulte sin necesidad.

       Don José lo midió de arriba abajo con una mirada despreciativa y soltó una risotada. Acabó de perder la cabeza el hijo y tiró violentamente del revólver que llevaba al cinto. El padre cortó en seco su carcajada y sin que se le alterara la voz, sin moverse en el asiento, pero con una fiera expresión, dijo pausadamente:

       —¡Tira! Pero no me peles, porque te clavo en la pared de un lanzazo.

       Esto sucedió en la casa del hato, poco después de la comida, congregada la familia bajo la lámpara de la sala. Doña Asunción se precipitó a interponerse entre el marido y el hijo, y Santos, que a la sazón tendría unos catorce años, se quedó paralizado por la brutal impresión.

       Dominado por la terrible serenidad del padre, seguro de que llevaría a cabo su amenaza si disparaba y erraba el tiro, o arrepentido quizá de su violencia, Félix volvió el arma a su sitio y abandonó la sala.

       Poco después ensillaba su caballo, dispuesto a abandonar también la casa paterna, y fue inútil cuanto suplicó y lloró doña Asunción. Entretanto, como si nada hubiera sucedido, don José se había calado las gafas y leía, estoicamente, las noticias que terminaban con la del desastre de Cavite.

       Pero Félix no se limitó a abandonar el hogar, sino que fue a hacer causa común con los Barqueros contra los Luzardos, en aquella guerra a muerte cuya más encarnizada instigadora era su tía Panchita, y ante la cual las autoridades se hacían de la vista gorda, pues eran tiempos de cacicazgos, y Luzardos y Barqueros se compartían el del Arauca.

       Ya habían caído en lances personales casi todos los hombres de una y otra familia, cuando una tarde de riña de gallos en el pueblo, como supiese Félix, bajo la acción del alcohol, que su padre estaba en la gallera, se fue allá, instigado por su primo Lorenzo Barquero, y se arrojó al ruedo, vociferando:

       —Aquí traigo un gallito portorriqueño. ¡No es ni yanqui siquiera! A ver si hay por ahí algún pataruco español que quiera pegarse con él. Lo juego embotado y doy de al partir.

       Había terminado ya con la victoria de los norteamericanos la desigual contienda, y decía aquello para provocar al padre. Don José saltó al ruedo blandiendo el chaparro para castigar la insolencia; pero Félix hizo armas, a él también se le fue la mano a la suya y poco después regresaba a su casa, abatido, sombrío, envejecido en instantes, y con esta noticia para su mujer:

       —Acabo de matar a Félix. Ahí te lo traen.

       En seguida ensilló su caballo y cogió el camino del hato. Llegó a la casa, se dirigió a la sala donde se había desarrollado la primera escena de la tragedia, se encerró allí, previa prohibición absoluta de que se le molestara, se quitó del cinto la lanza y la hundió hasta la empuñadura en la pared de bahareque, en el mismo sitio donde la habría clavado, la noche de la funesta lectura, a través del corazón del hijo, pues fue allí, se decía, y en el momento de proferir su tremenda amenaza, donde y cuando había dado muerte a Félix, y quería tener ante los ojos, hasta que se le apagasen para siempre, la visión expiatoria del hierro filicida hundido en el muro.

       Y, en efecto, encerrado en aquella pieza, sin pan ni agua, sin moverse del asiento, sin pestañear casi, con un postigo abierto a la luz y dos pupilas que aprendieron a no necesitarla durante la noche para ver, todo voluntad en la expiación tremenda, estuvo varios días esperando la muerte a que se había condenado, y allí lo encontró la muerte, sentado, rígido ya, mirando la lanza clavada en el muro.

       Cuando por fin llegaron las autoridades a representar la farsa acostumbrada en casos análogos, ya no había necesidad de castigo y costó trabajo cerrar aquellos ojos.

 

* * *

 

      Días después, doña Asunción abandonaba definitivamente el Llano para trasladarse a Caracas con Santos, único superviviente de la hecatombe. Quería salvarlo educándolo en otro medio, a centenares de leguas de aquellos trágicos sitios.

       Los primeros años fueron tiempo perdido en la vida del joven. La brusca trasplantación del medio llanero, rudo, pero lleno de intensas emociones endurecedoras del carácter, al blando y soporoso ambiente ciudadano, dentro de las cuatro paredes de una casa triste, al lado de una madre aterrorizada, prodújole un singular adormecimiento de las facultades. El muchacho animoso, de inteligencia despierta y corazón ardiente —de quien tan orgulloso se mostraba el padre cuando lo veía jinetear un caballo cerrero y desenvolverse con destreza y aplomo en medio de los peligros del trabajo de sabanas, digno de aquella raza de hombres sin miedo que había dado más de un centauro a la epopeya, aunque también más de un cacique a la llanura, y en quien, con otro concepto de la vida, cifraba tantas esperanzas la madre, al oírlo expresar sentimientos e ideas reveladoras de un espíritu fino y reflexivo— se volvió obtuso y abúlico, se convirtió en un misántropo.

       —Te veo y no te conozco, hijo. Te has vuelto cimarrón—decíale la madre, llaneraza todavía a pesar de todo.

       —Es el desarrollo —observábanle las amigas—. Los muchachos se ponen así cuando están en esa edad.

       —Es el estrago de los horrores que hemos presenciado —añadía ella.

       Eran ambas cosas; pero también la trasplantación. La falta del horizonte abierto ante los ojos, del cálido viento libre contra el rostro, de la copla en los labios por delante del rebaño, del fiero aislamiento en medio de la tierra ancha y muda. La macolla de hierba llanera languideciendo en el tiesto.

       A veces, doña Asunción lo sorprendía en el corral, soñador despierto, boca arriba en la tierra dentro de la espesura de un resedal descuidado. Estaba “enmatado”, como dice el llanero del toro que busca el refugio de las matas y allí permanece días enteros, echado, sin comer ni beber y lanzando de rato en rato sordos mugidos de rabia impotente, cuando ha sufrido la mutilación que lo condena a perder su fiereza y el señorío del rebaño.

       Pero al fin la ciudad conquistó el alma cimarrona de Santos Luzardo. Vuelto en sí del embrujamiento de las nostalgias, se encontró con que ya tenía más de dieciocho años y en punto de instrucción, muy poca cosa sobre la que trajo del Arauca; mas se propuso recuperar el tiempo perdido y se entregó con ahínco a los estudios.

       A pesar de los motivos que tenía para aborrecer Altamira, doña Asunción no había querido vender el hato. Poseía esa alma recia e inmodificable del llanero, para quien nada hay como su tierra natal, y aunque nunca pensó en regresar al Arauca, tampoco se había decidido a romper el vínculo que la unía al terruño. Por lo demás, administrado por un mayordomo honrado y fiel, el hato le producía una renta suficiente.

       —Que lo venda Santos, cuando yo muera —solía decir. Pero a la hora de morir, le recomendó:

       —Mientras puedas, no vendas Altamira.

       Y Santos lo conservó, por respetar la postrera voluntad materna y porque su renta le permitía cubrir holgadamente las discretas exigencias de su vida morigerada. Por lo demás, bien habría podido prescindir de la finca. La tierra natal ya no lo atraía, ni aquel pedazo de ella, ni toda entera, porque al perder los sentimientos regionales había perdido también todo sentimiento de patria. La vida de la ciudad y los hábitos intelectuales habían barrido de su espíritu las tendencias hacia la vida libre y bárbara del hato; pero, al mismo tiempo, habían originado una aspiración que aquella misma ciudad no podía satisfacer plenamente. Caracas no era sino un pueblo grande —un poco más grande que aquél destruido por los Luzardos al destruirse entre sí—, con mil puertas espirituales abiertas al asalto de los hombres de presa, algo muy distante todavía de la ciudad ideal, complicada y perfecta como un cerebro, a donde toda excitación va a convertirse en idea y de donde toda reacción que parte lleva el sello de la eficacia consciente, y como este ideal sólo parecía realizado en la vieja y civilizada Europa, acarició el propósito de expatriarse definitivamente, en cuanto concluyera sus estudios universitarios.

       Para esto contaba con el producto de Altamira, o vendida ésta, con la renta que le produjera el dinero empleado en fincas urbanas, ya que de su profesión de abogado no podía esperar nada por allá. Pero, entretanto, ya en Altamira no estaba el honrado mayordomo de los tiempos de su madre, y mientras Santos se contentaba apenas con echarle una ojeada a las cuentas, muy claras siempre sobre el papel, que de tiempo en tiempo le rendían los administradores, éstos hacían pingües negocios con la hacienda altamireña. Además, dejaban que los cuatreros se metiesen a saco en ella y toleraban que los vecinos herrasen allí, como suyos, hasta los becerros que aún andaban pegados a las tetas de las vacas luzarderas.

       Luego comenzaron los litigios con la famosa doña Bárbara, a cuyos dominios fueron pasando leguas y leguas de sabanas altamireñas, a fuerza de arbitrarios deslindes ordenados por los tribunales del Estado.

       Concluidos sus estudios, Santos se trasladó a San Fernando a hojear expedientes por si todavía fuese posible intentar acciones reivindicatorias; pero allá, hecho un minucioso análisis de las causas sentenciadas en favor de la mujerona, si comprobó que todo, soborno, cohecho, violencia abierta, había sido asombrosamente fácil para la cacica del Arauca, también descubrió que cuanto se había llevado a cabo contra su propiedad pudo suceder porque sus derechos sobre Altamira adolecían de los vicios que siempre tienen las adquisiciones del hombre de presa, y no otra cosa fue su remoto abuelo don Evaristo, el cunavichero.

       Decidió entonces vender la finca. Pero nadie quería tener de vecina a doña Bárbara, y como, por otra parte, las revoluciones habían arruinado el Llano, perdió mucho tiempo buscando comprador. Al fin se le presentó uno; pero le dijo:

       —Ese negocio no lo podemos cerrar aquí, doctor. Es menester que usted vea, con sus propios ojos, cómo está Altamira. Aquello está en el suelo: unas paraparas es lo que queda en las sabanas. Y reses flacas toditas. Si quiere, váyase allá y espéreme. Ahora sigo para Caracas a vender un ganado; pero dentro de un mes pasaré por Altamira y entonces conversaremos sobre el terreno.

       —Allá lo esperaré —díjole Santos, y al día siguiente partió para Altamira.

       Por el trayecto, ante el espectáculo de la llanura desierta, pensó muchas cosas: meterse en el hato a luchar contra los enemigos, a defender sus propios derechos y también los ajenos, atropellados por los caciques de la llanura, puesto que doña Bárbara no era sino uno de tantos a luchar contra la naturaleza; contra la insalubridad, que estaba aniquilando la raza llanera; contra la inundación y la sequía, que se disputan la tierra todo el año; contra el desierto, que no deja penetrar la civilización.

       Pero no eran propósitos todavía, sino reflexiones puras, entretenimientos del razonador, y a una optimista, sucedía inmediatamente otra contradictoria.

       —Para llevar a cabo todo esto se requiere algo más que la voluntad de un hombre. ¿De qué serviría acabar con el cacicazgo de doña Bárbara en el Arauca? Reaparecería más allá bajo otro nombre. Lo que urge es modificar las circunstancias que producen estos males: poblar. Pero para poblar, sanear primero, y para sanear, poblar antes. ¡Un circulo vicioso!

       Mas, he aquí que un sencillo incidente: el encuentro con el Brujeador y las palabras con que el bonguero le hizo ver los peligros a que se expondría si intentaba atravesársele en el camino a la temible doña Bárbara, ponen de pronto en libertad al impulsivo postergado por el razonador, y lo apasionante ahora es la lucha.

       Era la misma tendencia de irrefrenable acometividad que causó la ruina de los Luzardos; pero con la diferencia de que él la subordinaba a un ideal: luchar contra doña Bárbara, criatura y personificación de los tiempos que corrían, no sería solamente salvar Altamira, sino contribuir a la destrucción de las fuerzas retardatarias de la prosperidad del Llano.

       Y decidió lanzarse a la empresa con el ímpetu de los descendientes del cunavichero, hombres de una raza enérgica; pero también con los ideales del civilizado, que fue lo que a aquéllos les faltó.

Rómulo Gallegos (1884-1969) (literatura.us)


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