PRIMERA PARTE
CAPÍTULO. II
El
descendiente del Cunavichero
En la parte más desierta y bravía del
cajón del Arauca estaba situado el hato de Altamira, primitivamente unas
doscientas leguas de sabanas feraces que alimentaban la hacienda más numerosa
que por aquellas soledades pacía y donde se encontraba uno de los más ricos
garceros de la región.
Lo fundó, en años ya remotos, don
Evaristo Luzardo, uno de aquellos llaneros nómadas que recorrían —y todavía
recorren— con sus rebaños las inmensas praderas del cajón del Cunaviche,
pasando de éste al del Arauca, menos alejado de los centros de población. Sus
descendientes, llaneros genuinos de “pata-en-el-suelo y garrasí” que nunca
salieron de los términos de la finca, la fomentaron y ensancharon hasta
convertirla en una de las más importantes de la región; pero multiplicada y
enriquecida la familia, unos tiraron hacia las ciudades, otros se quedaron bajo
los techos de palma del hato, y a la apacible vida patriarcal de los primeros
Luzardos sucedió la desunión, y ésta trajo la discordia que había de darles
trágica fama.
El último propietario del primitivo
Altamira fue don José de los Santos, quien por salvar la finca de la ruina de
una partición numerosa, compró los derechos de sus condueños, a costa de una
larga vida de trabajos y privaciones; pero, a su muerte, sus hijos José y
Panchita —ésta ya casada con Sebastián Barquero— optaron por la partición, y al
antiguo fundo sucedieron dos: uno propiedad de José, que conservó la
denominación original, y el otro, que tomó la de La Barquereña, por el apellido
de Sebastián.
A partir de allí, y a causa de una frase
ambigua en el documento, donde al tratarse de la línea divisoria ponía: “hasta
el palmar de La Chusmita”, surgió entre los dos hermanos la discordia, pues
cada cual pretendía, alegando por lo suyo, que la frase debía interpretarse
agregándosele el inclusive que omitiera el redactor, y emprendieron uno de esos
litigios que enriquecen a varias generaciones de abogados y que habría
terminado por arruinarlos, si cuando les propusieron una transacción, la misma
intransigencia que iba a hacerles gastar un dineral por un pedazo de tierra
improductiva, no les dictara, en un arrebato simultáneo:
—“O todo o nada.”
Y como no podía ser todo para ambos, se
convino en que sería nada, y cada cual se comprometió a levantar una cerca en
torno al palmar, viniendo así a quedar éste cerrado y sin dueño entre ambas
propiedades.
Mas no paró aquí la cosa. Había en el
centro del palmar una madrevieja de un caño seco, que durante el invierno se
convertía en tremedal, bomba de fango donde perecía cuanto ser viviente la
atravesase, y como un día apareciera ahogada allí una res barquereña, José
Luzardo protestó ante Sebastián Barquero por la violación del recinto vedado,
se ofendieron en la disputa, Barquero blandió el chaparro para cruzarle el
rostro al cuñado, sacó éste el revólver y lo derribó del caballo con una bala
en la frente.
Sobrevinieron las represalias, y
matándose entre sí Luzardos y Barqueros, acabaron con una población compuesta
en su mayor parte por las ramas de ambas familias.
Y en el seno mismo de cada una se
propagó la onda trágica.
Fue cuando la guerra entre España y
Estados Unidos. José Luzardo, fiel a su sangre —decía—, simpatizaba con la
Madre Patria, mientras que su primogénito Félix, síntoma de los tiempos que ya
empezaban a correr, se entusiasmaba por los yanquis. Llegaron al hato los
periódicos de Caracas, caso que sucedía de mes a mes, y desde las primeras
noticias, leídas por el joven —porque ya don José andaba fallo de la vista— se
trabaron en una acalorada disputa que terminó con estas vehementes palabras del
viejo:
—Se necesita ser muy estúpido para creer
que puedan ganárnosla los salchicheros de Chicago.
Lívido y tartamudo de ira, Félix se le
encaró:
—Puede que los españoles triunfen; pero
lo que no tolero es que usted me insulte sin necesidad.
Don José lo midió de arriba abajo con
una mirada despreciativa y soltó una risotada. Acabó de perder la cabeza el
hijo y tiró violentamente del revólver que llevaba al cinto. El padre cortó en
seco su carcajada y sin que se le alterara la voz, sin moverse en el asiento,
pero con una fiera expresión, dijo pausadamente:
—¡Tira! Pero no me peles, porque te
clavo en la pared de un lanzazo.
Esto sucedió en la casa del hato, poco
después de la comida, congregada la familia bajo la lámpara de la sala. Doña
Asunción se precipitó a interponerse entre el marido y el hijo, y Santos, que a
la sazón tendría unos catorce años, se quedó paralizado por la brutal
impresión.
Dominado por la terrible serenidad del
padre, seguro de que llevaría a cabo su amenaza si disparaba y erraba el tiro,
o arrepentido quizá de su violencia, Félix volvió el arma a su sitio y abandonó
la sala.
Poco después ensillaba su caballo,
dispuesto a abandonar también la casa paterna, y fue inútil cuanto suplicó y
lloró doña Asunción. Entretanto, como si nada hubiera sucedido, don José se
había calado las gafas y leía, estoicamente, las noticias que terminaban con la
del desastre de Cavite.
Pero Félix no se limitó a abandonar el
hogar, sino que fue a hacer causa común con los Barqueros contra los Luzardos,
en aquella guerra a muerte cuya más encarnizada instigadora era su tía
Panchita, y ante la cual las autoridades se hacían de la vista gorda, pues eran
tiempos de cacicazgos, y Luzardos y Barqueros se compartían el del Arauca.
Ya habían caído en lances personales
casi todos los hombres de una y otra familia, cuando una tarde de riña de
gallos en el pueblo, como supiese Félix, bajo la acción del alcohol, que su
padre estaba en la gallera, se fue allá, instigado por su primo Lorenzo
Barquero, y se arrojó al ruedo, vociferando:
—Aquí traigo un gallito portorriqueño.
¡No es ni yanqui siquiera! A ver si hay por ahí algún pataruco español que
quiera pegarse con él. Lo juego embotado y doy de al partir.
Había terminado ya con la victoria de
los norteamericanos la desigual contienda, y decía aquello para provocar al
padre. Don José saltó al ruedo blandiendo el chaparro para castigar la
insolencia; pero Félix hizo armas, a él también se le fue la mano a la suya y
poco después regresaba a su casa, abatido, sombrío, envejecido en instantes, y
con esta noticia para su mujer:
—Acabo de matar a Félix. Ahí te lo
traen.
En seguida ensilló su caballo y cogió el
camino del hato. Llegó a la casa, se dirigió a la sala donde se había
desarrollado la primera escena de la tragedia, se encerró allí, previa
prohibición absoluta de que se le molestara, se quitó del cinto la lanza y la
hundió hasta la empuñadura en la pared de bahareque, en el mismo sitio donde la
habría clavado, la noche de la funesta lectura, a través del corazón del hijo,
pues fue allí, se decía, y en el momento de proferir su tremenda amenaza, donde
y cuando había dado muerte a Félix, y quería tener ante los ojos, hasta que se
le apagasen para siempre, la visión expiatoria del hierro filicida hundido en
el muro.
Y, en efecto, encerrado en aquella
pieza, sin pan ni agua, sin moverse del asiento, sin pestañear casi, con un
postigo abierto a la luz y dos pupilas que aprendieron a no necesitarla durante
la noche para ver, todo voluntad en la expiación tremenda, estuvo varios días
esperando la muerte a que se había condenado, y allí lo encontró la muerte,
sentado, rígido ya, mirando la lanza clavada en el muro.
Cuando por fin llegaron las autoridades
a representar la farsa acostumbrada en casos análogos, ya no había necesidad de
castigo y costó trabajo cerrar aquellos ojos.
*
* *
Días después, doña Asunción abandonaba
definitivamente el Llano para trasladarse a Caracas con Santos, único
superviviente de la hecatombe. Quería salvarlo educándolo en otro medio, a
centenares de leguas de aquellos trágicos sitios.
Los primeros años fueron tiempo perdido
en la vida del joven. La brusca trasplantación del medio llanero, rudo, pero
lleno de intensas emociones endurecedoras del carácter, al blando y soporoso
ambiente ciudadano, dentro de las cuatro paredes de una casa triste, al lado de
una madre aterrorizada, prodújole un singular adormecimiento de las facultades.
El muchacho animoso, de inteligencia despierta y corazón ardiente —de quien tan
orgulloso se mostraba el padre cuando lo veía jinetear un caballo cerrero y
desenvolverse con destreza y aplomo en medio de los peligros del trabajo de
sabanas, digno de aquella raza de hombres sin miedo que había dado más de un
centauro a la epopeya, aunque también más de un cacique a la llanura, y en
quien, con otro concepto de la vida, cifraba tantas esperanzas la madre, al
oírlo expresar sentimientos e ideas reveladoras de un espíritu fino y
reflexivo— se volvió obtuso y abúlico, se convirtió en un misántropo.
—Te veo y no te conozco, hijo. Te has
vuelto cimarrón—decíale la madre, llaneraza todavía a pesar de todo.
—Es el desarrollo —observábanle las
amigas—. Los muchachos se ponen así cuando están en esa edad.
—Es el estrago de los horrores que hemos
presenciado —añadía ella.
Eran ambas cosas; pero también la
trasplantación. La falta del horizonte abierto ante los ojos, del cálido viento
libre contra el rostro, de la copla en los labios por delante del rebaño, del
fiero aislamiento en medio de la tierra ancha y muda. La macolla de hierba
llanera languideciendo en el tiesto.
A veces, doña Asunción lo sorprendía en
el corral, soñador despierto, boca arriba en la tierra dentro de la espesura de
un resedal descuidado. Estaba “enmatado”, como dice el llanero del toro que
busca el refugio de las matas y allí permanece días enteros, echado, sin comer
ni beber y lanzando de rato en rato sordos mugidos de rabia impotente, cuando
ha sufrido la mutilación que lo condena a perder su fiereza y el señorío del
rebaño.
Pero al fin la ciudad conquistó el alma
cimarrona de Santos Luzardo. Vuelto en sí del embrujamiento de las nostalgias,
se encontró con que ya tenía más de dieciocho años y en punto de instrucción,
muy poca cosa sobre la que trajo del Arauca; mas se propuso recuperar el tiempo
perdido y se entregó con ahínco a los estudios.
A pesar de los motivos que tenía para
aborrecer Altamira, doña Asunción no había querido vender el hato. Poseía esa
alma recia e inmodificable del llanero, para quien nada hay como su tierra
natal, y aunque nunca pensó en regresar al Arauca, tampoco se había decidido a
romper el vínculo que la unía al terruño. Por lo demás, administrado por un
mayordomo honrado y fiel, el hato le producía una renta suficiente.
—Que lo venda Santos, cuando yo muera
—solía decir. Pero a la hora de morir, le recomendó:
—Mientras puedas, no vendas Altamira.
Y Santos lo conservó, por respetar la
postrera voluntad materna y porque su renta le permitía cubrir holgadamente las
discretas exigencias de su vida morigerada. Por lo demás, bien habría podido
prescindir de la finca. La tierra natal ya no lo atraía, ni aquel pedazo de
ella, ni toda entera, porque al perder los sentimientos regionales había
perdido también todo sentimiento de patria. La vida de la ciudad y los hábitos
intelectuales habían barrido de su espíritu las tendencias hacia la vida libre
y bárbara del hato; pero, al mismo tiempo, habían originado una aspiración que
aquella misma ciudad no podía satisfacer plenamente. Caracas no era sino un
pueblo grande —un poco más grande que aquél destruido por los Luzardos al
destruirse entre sí—, con mil puertas espirituales abiertas al asalto de los
hombres de presa, algo muy distante todavía de la ciudad ideal, complicada y
perfecta como un cerebro, a donde toda excitación va a convertirse en idea y de
donde toda reacción que parte lleva el sello de la eficacia consciente, y como
este ideal sólo parecía realizado en la vieja y civilizada Europa, acarició el
propósito de expatriarse definitivamente, en cuanto concluyera sus estudios
universitarios.
Para esto contaba con el producto de
Altamira, o vendida ésta, con la renta que le produjera el dinero empleado en
fincas urbanas, ya que de su profesión de abogado no podía esperar nada por
allá. Pero, entretanto, ya en Altamira no estaba el honrado mayordomo de los
tiempos de su madre, y mientras Santos se contentaba apenas con echarle una
ojeada a las cuentas, muy claras siempre sobre el papel, que de tiempo en
tiempo le rendían los administradores, éstos hacían pingües negocios con la
hacienda altamireña. Además, dejaban que los cuatreros se metiesen a saco en
ella y toleraban que los vecinos herrasen allí, como suyos, hasta los becerros
que aún andaban pegados a las tetas de las vacas luzarderas.
Luego comenzaron los litigios con la
famosa doña Bárbara, a cuyos dominios fueron pasando leguas y leguas de sabanas
altamireñas, a fuerza de arbitrarios deslindes ordenados por los tribunales del
Estado.
Concluidos sus estudios, Santos se
trasladó a San Fernando a hojear expedientes por si todavía fuese posible
intentar acciones reivindicatorias; pero allá, hecho un minucioso análisis de
las causas sentenciadas en favor de la mujerona, si comprobó que todo, soborno,
cohecho, violencia abierta, había sido asombrosamente fácil para la cacica del
Arauca, también descubrió que cuanto se había llevado a cabo contra su
propiedad pudo suceder porque sus derechos sobre Altamira adolecían de los
vicios que siempre tienen las adquisiciones del hombre de presa, y no otra cosa
fue su remoto abuelo don Evaristo, el cunavichero.
Decidió entonces vender la finca. Pero
nadie quería tener de vecina a doña Bárbara, y como, por otra parte, las
revoluciones habían arruinado el Llano, perdió mucho tiempo buscando comprador.
Al fin se le presentó uno; pero le dijo:
—Ese negocio no lo podemos cerrar aquí,
doctor. Es menester que usted vea, con sus propios ojos, cómo está Altamira.
Aquello está en el suelo: unas paraparas es lo que queda en las sabanas. Y
reses flacas toditas. Si quiere, váyase allá y espéreme. Ahora sigo para
Caracas a vender un ganado; pero dentro de un mes pasaré por Altamira y
entonces conversaremos sobre el terreno.
—Allá lo esperaré —díjole Santos, y al
día siguiente partió para Altamira.
Por el trayecto, ante el espectáculo de
la llanura desierta, pensó muchas cosas: meterse en el hato a luchar contra los
enemigos, a defender sus propios derechos y también los ajenos, atropellados
por los caciques de la llanura, puesto que doña Bárbara no era sino uno de
tantos a luchar contra la naturaleza; contra la insalubridad, que estaba
aniquilando la raza llanera; contra la inundación y la sequía, que se disputan
la tierra todo el año; contra el desierto, que no deja penetrar la
civilización.
Pero no eran propósitos todavía, sino
reflexiones puras, entretenimientos del razonador, y a una optimista, sucedía
inmediatamente otra contradictoria.
—Para llevar a cabo todo esto se requiere
algo más que la voluntad de un hombre. ¿De qué serviría acabar con el cacicazgo
de doña Bárbara en el Arauca? Reaparecería más allá bajo otro nombre. Lo que
urge es modificar las circunstancias que producen estos males: poblar. Pero
para poblar, sanear primero, y para sanear, poblar antes. ¡Un circulo vicioso!
Mas, he aquí que un sencillo incidente:
el encuentro con el Brujeador y las palabras con que el bonguero le hizo ver
los peligros a que se expondría si intentaba atravesársele en el camino a la
temible doña Bárbara, ponen de pronto en libertad al impulsivo postergado por
el razonador, y lo apasionante ahora es la lucha.
Era la misma tendencia de irrefrenable
acometividad que causó la ruina de los Luzardos; pero con la diferencia de que
él la subordinaba a un ideal: luchar contra doña Bárbara, criatura y
personificación de los tiempos que corrían, no sería solamente salvar Altamira,
sino contribuir a la destrucción de las fuerzas retardatarias de la prosperidad
del Llano.
Y decidió lanzarse a la empresa con el
ímpetu de los descendientes del cunavichero, hombres de una raza enérgica; pero
también con los ideales del civilizado, que fue lo que a aquéllos les faltó.
Rómulo Gallegos (1884-1969) (literatura.us)
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