La devoradora de hombres
¡De más allá del Cunaviche, de más allá
del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca —decían los
llaneros del Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre: “ahí
mismito, detrás de aquella mata”. De allá vino la trágica guaricha. Fruto
engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de
la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes.
En las profundidades de sus tenebrosas
memorias, a los primeros destellos de la conciencia, veíase en una piragua que
surcaba los grandes ríos de la selva orinoqueña. Eran seis hombres a bordo, y
al capitán lo llamaba “taita”, pero todos —excepto el viejo piloto Eustaquio—
la brutalizaban con idénticas caricias, rudas manotadas, besos que sabían a
aguardiente y a chimó.
Piratería disimulada bajo patente de
comercio lícito era la industria de aquella embarcación, desde Ciudad Bolívar
hasta Río Negro. Salía cargada de barriles de aguardiente y fardos de
baratijas, telas y comestibles averiados, y regresaba atestada de sarrapia y
balatá. En algunas rancherías les cambiaban a los indios estas ricas especies
por aquellas mercancías, limitándose a embaucarlos; pero en otros parajes, los
tripulantes saltaban a tierra sólo con sus rifles al hombro, se internaban por
los bosques o sabanas de las riberas y cuando volvían a la piragua, la olorosa
sarrapia o el negro balatá venían manchados de sangre.
Una tarde, ya al zarpar de Ciudad
Bolívar, se acercó a la embarcación un joven, cara de hambre y ropas de
mendigo, a quien ya Barbarita había visto varias veces parado al borde del
malecón, contemplándola con ojos que se le salían de sus órbitas, mientras
ella, cocinera de la piragua, preparaba la comida de los piratas. Dijo llamarse
Asdrúbal, a secas, y propúsole al capitán:
—Necesito ir a Manaos y no tengo para el
pasaje. Si usted me hace el favor de llevarme hasta Río Negro, yo estoy
dispuesto a corresponderle con trabajo. Desde cocinero hasta contador, en algo
puedo serle útil.
Insinuante, simpático, con esa simpatía
subyugadora del vagabundo inteligente, prodújole buena impresión al capitán y
fue enrolado como cocinero, a fin de que descansara Barbarita. Ya el taita
empezaba a mimarla: tenía quince años y era preciosa la mestiza.
Transcurrieron varias jornadas. En los
ratos de descanso y por las noches, en torno a la hoguera encendida en las
playas donde arranchaban, Asdrúbal animaba la tertulia con anécdotas divertidas
de su existencia andariega. Barbarita se desternillaba de risa; mas si él
interrumpía su relato, complacido en aquellas frescas y sonoras carcajadas,
ella las cortaba en seco y bajaba la vista, estremecido en dulces ahogos el
pecho virginal.
Un día le deslizó al oído:
—No me mire así, porque ya mi taita se
está poniendo malicioso.
En efecto, ya el capitán empezaba a
arrepentirse de haber acoplado al joven, cuyos servicios podían resultarle
caros, especialmente aquellos, que no se los había exigido, de enseñar a
Barbarita a leer y escribir. Durante estas lecciones, en las cuales Asdrúbal ponía
gran empeño, letras que ella hacia llevándole él la mano los acercaban
demasiado.
Una tarde, concluidas las lecciones,
comenzó a referirle Asdrúbal la parte dolorosa de su historia: la tiranía del
padrastro, que lo obligó a abandonar el hogar materno, las aventuras tristes,
el errar sin rumbo, el hambre y el desamparo, el duro trabajo de las minas del
Yuruari, la lucha con la muerte en el camastro de un hospital. Finalmente, le
habló de sus planes: iba a Manaos en busca de la fortuna, ya estaba cansado de
la vida errante, renunciaría a ella, se consagraría al trabajo.
Iba a decir algo más; pero de pronto se
detuvo y se quedó mirando el río que se deslizaba en silencio frente a ellos, a
través de un dramático paisaje de riberas boscosas.
Ella comprendió que no tenía en los planes del joven el sitio que se
imaginara y los hermosos ojos se le cuajaron de lágrimas. Permanecieron así
largo rato. ¡Nunca se le olvidaría aquella tarde! Lejos, en el profundo
silencio, se oía el bronco mugido de los raudales Atures.
De pronto, Asdrúbal la miró a los ojos y
preguntó:
—¿Sabes lo que piensa hacer contigo el
capitán?
Estremecida al golpe subitáneo de una
horrible intuición, exclamó:
—¡Mi taita!
—No merece que lo llames así. Piensa
venderte al turco.
Referíase a un sirio sádico y leproso
enriquecido en la explotación del balate, que habitaba en el corazón de la
selva orinoqueña, aislado de los hombres por causa del mal que lo devoraba,
pero rodeado de un serrallo de indiecitas núbiles, raptadas o compradas a sus
padres, no sólo para hartazgo de su lujuria, sino también para saciar su odio
de enfermo incurable a todo lo que alienta sano, transmitiéndole su mal.
De conversaciones de los tripulantes de
la piragua sorprendidas por Asdrúbal, había descubierto éste que en el viaje
anterior aquel Moloch de la selva cauchera había ofrecido veinte onzas por
Barbarita, y que si no se llevó a cabo la venta, fue porque el capitán aspiraba
a mayor precio, cosa no difícil de lograr ahora, pues en obra de unos meses la
muchacha se había convertido en una mujer perturbadora.
No se le había escapado a ella que tal
fuera la suerte a que la destinaran; pero hasta entonces todo el horror que la
rodeaba no había alcanzado a producirle más que aquel sentimiento, miedo y
gusto a la vez, originado de las torpes miradas de los hombres que con ella
compartían la estrecha vida de la piragua.
Pero al enamorarse de Asdrúbal se le
había despertado el alma sepultada, y las palabras que acababa de oír se la
estremecieron de horror.
—¡Sálvame! ¡Llévame contigo! —iba a
decirle, cuando vio que el capitán se les acercaba.
Traía un rifle, y dijo, dirigiéndose a
Asdrúbal:
—Bueno, joven. Ya usted ha conversado
bastante. Ahora vamos para que haga algo más productivo. El Sapo va a buscar
una poca de sarrapia que deben de tenernos por aquí y usted lo va a acompañar.
—Y poniéndole el rifle en las manos—: Esto es para que se defienda si los
atacan los indios.
Asdrúbal meditó un instante. ¿Habría
oído el capitán lo que él acababa de decirle a la muchacha? ¿Esta comisión que
ahora le daba?... En todo caso, había que afrontar la situación.
Al ir a ponerse de pie, Barbarita trató
de detenerlo dirigiéndole una mirada de súplica; pero él le hizo una rápida
guiñada de ojos y levantándose decidido, abandonó el campamento en pos de el
Sapo. Era éste el segundo de a bordo, mano derecha del capitán para cuantas
fuesen comisiones siniestras, y Asdrúbal lo sabía; pero irremisiblemente
perdido estaba, desde luego, si demostraba miedo y se resistía a cumplir la
orden recibida. Al menos llevaba un rifle y contra un hombre solamente,
mientras que allí eran cinco contra él. Barbarita lo siguió con las miradas y,
durante un buen rato, sus ojos permanecieron fijos en el boquete del monte por
donde desapareció.
A todas éstas, los tripulantes habían
cambiado entre sí miradas de inteligencia, y cuando, pocos momentos después, so
pretexto de un posible ataque de los indios ribereños, el capitán les ordenó
hacer una exploración playas arriba —ya le había dado una orden análoga al
viejo Eustaquio—, comprendiendo que quería alejarlos del campamento para
quedarse a solas con la muchacha, respondiéronle, al cabo de un corto murmullo
de rezongos:
—Deje eso para más después, capitán.
Ahora estamos descansando.
Era la rebelión que hacía tiempo venía
preparándose por causa de la perturbadora belleza de la guaricha; pero el capitán
no se atrevió a sofocarla en el acto, pues comprendió que aquellos tres hombres
estaban de acuerdo y resueltos a todo, y aplazó el escarmiento para cuando
regresara el Sapo, con cuya ciega adhesión contaba.
Barbarita, como se diese cuenta también
de las siniestras intenciones del taita, miró a los rebeldes como a sus
salvadores y corrió hacia ellos; mas, al advertir cómo la miraban, se detuvo,
con el corazón helado por el terror, y maquinalmente tornó al sitio donde la
dejara Asdrúbal.
De pronto cantó el “yacabó”, campanadas
funerales en el silencio desolador del crepúsculo de la selva, que hielan el
corazón del viajero.
—Ya-cabó... Ya-cabó...
¿Fue el canto agorero del ave o el
propio gemido mortal de Asdrúbal? ¿Fue la descarga repentina de la prolongada
tensión nerviosa, o la sideración, misteriosamente transmitida a distancia, de
un golpe mortal que en aquel momento recibía otro cuerpo: el tajo de el Sapo en
el cuello de Asdrúbal?
Ella sólo recordaba que había caído de
bruces, derribada por una conmoción subitánea y lanzando un grito que le
desgarró la garganta.
Lo demás sucedió sin que ella se diese
cuenta, y fue: el estallido de la rebelión, la muerte del capitán y en seguida
la de el Sapo, que había regresado solo al campamento, y el festín de su
doncellez para los vengadores de Asdrúbal.
Cuando, ahogándose en la sofocación de
la carrera, el viejo Eustaquio llegó en su auxilio al grito lanzado por ella,
ya todos estaban hartos, y uno decía:
—Ahora podemos vendérsela al turco,
aunque sea por las veinte onzas que ofreció enantes.
Rómulo Gallegos (1884-1969) (literatura.us)
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